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M. F. Había una vez un hada (eBook)

eBook Download: EPUB
2024 | 1. Auflage
600 Seiten
Ediciones SM (Verlag)
978-607-24-5177-3 (ISBN)

Lese- und Medienproben

M. F.  Había una vez un hada -  Antonio Malpica
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Cuando Guille Luis conoce a Vera y a Álix su vida toma un rumbo que nunca hubiera sospechado. Él, un niño de diez años como cualquier otro, que ama los videojuegos, los cómics, las golosinas, le gusta ver la tele, jugar en el recreo y leer libros que develan misterios sobre el universo, deberá emprender una aventura con el objetivo de evitar el inminente Fin del Mundo. Para ello, Guille Luis se internará en el Mundo Féerico, lugar del cual provienen sus nuevos amigos y donde buscarán ayuda para salvar a la humanidad.

Antonio Malpica es uno de los escritores más destacados de la literatura infantil y juvenil en idioma español. Nace en la Ciudad de México en marzo de 1967. En 1989 termina la carrera de Ingeniería en Computación en la UNAM, pero pronto se da cuenta de que lo hace más feliz contar historias, así que empieza a hacer teatro con su hermano Javier. En 2001 publica su primera novela para grandes, 'El impostor', y la primera para chicos, 'Las mejores alas', iniciando así una carrera como escritor, la cual cuenta con más de 60 libros de su autoría.

Antonio Malpica es uno de los escritores más destacados de la literatura infantil y juvenil en idioma español. Nace en la Ciudad de México en marzo de 1967. En 1989 termina la carrera de Ingeniería en Computación en la UNAM, pero pronto se da cuenta de que lo hace más feliz contar historias, así que empieza a hacer teatro con su hermano Javier. En 2001 publica su primera novela para grandes, "El impostor", y la primera para chicos, "Las mejores alas", iniciando así una carrera como escritor, la cual cuenta con más de 60 libros de su autoría.

Seis


Vera y Álix continuaron detrás de Ruth a lo largo de las calles hasta que ésta ingresó en una casa grande de dos pisos, después de atravesar una reja y un jardín. Todo el tiempo había caminado con soltura y confianza, como cualquier persona que se siente contenta con su vida actual. Y todo el tiempo Vera la miró como hipnotizada.

Cuando aquella chica se perdió tras la puerta de la casa donde vivía, Álix se animó a preguntar qué era lo que había pasado exactamente. Ambos se encontraban frente a la residencia, de pie en la banqueta, como si se hubieran extraviado de repente, del mismo modo que habían hecho en el edificio donde vivía Guille Luis. Y así, Vera le explicó a su amigo, someramente, que con esa persona en específico le había pasado algo que no le ocurría con ninguna otra desde aquel memorable día en los años ochenta en que el futuro se volvió sombrío: había podido ver que la vida de Ruth Casas no terminaba el 31 de diciembre de ese año, como ocurría con el resto de los seres humanos del planeta. El futuro de Ruth Casas era amplio. Vasto. Y luminoso.

Por eso se quedaron en aquella zona de la colonia Del Valle el resto de la tarde. Y hasta que cayó el crepúsculo. Y bien entrada la noche. Era imperioso indagar más, y para ello tenían que esperar el momento adecuado.

Ocupaban un par de columpios del Parque Hundido cuando dieron las dos de la mañana y Vera decidió que era momento de poner manos a la obra. Volvieron a la calle, que se mostraba muy poco concurrida a pesar de ser sábado por la noche.

—¿No es muy tarde para que esta niña esté en la calle? —preguntó a Álix una señora enfundada en un gran abrigo que, al lado de su marido, paseaba a sus perros por Insurgentes, fumando un largo cigarrillo.

Esto era algo tan común que ya ni siquiera les molestaba.

—Lo es, señora. Pero tuvo ganas de ir a los juegos del parque. Y como tiene una enfermedad terminal, le cumplo sus caprichos siempre que puedo.

La severidad en el rostro de la señora se esfumó por completo.

—Ay, Dios mío. Qué pena. ¿Qué es lo que tiene?

—Prisa —cortó Álix sin consideración alguna y continuó caminando.

Cuando se encontraron frente al inmueble de dos pisos de Ruth Casas pudieron estudiar la fachada. Puesto que hacía frío, no había ventanas abiertas. Al lado del caminito que conducía a la puerta principal había una camioneta de lujo. El jardín estaba impecablemente cuidado. La altiva chimenea sobresalía por encima del techo de dos aguas. Una corona navideña sobre la reja de la calle deseaba “Felices fiestas” a todos los que pasaran frente a ella. Ninguna luz y ningún sonido delataban actividad en el interior.

Para entonces ambos ya sabían lo que Vera pudo extraer del contacto con Ruth. Que en esa casa en la calle de Tlacoquemécatl vivían Arturo González, de treinta y dos años, y su madre, la señora Ema, de sesenta. Él trabajaba para una gran corporación internacional que vendía microprocesadores, y le iba muy bien económicamente. La señora era viuda y no tenía más hijos.

Para entonces Vera sabía también que Ruth era ahijada de la señora Ema; vivía ahí como un favor especial que ésta le hacía a su comadre, pues la familia de Ruth residía en Oaxaca pero la chica estudiaba en la Ciudad de México. Igualmente, Vera sabía que Ruth estaba enamorada de Arturo y que trataba de ocultarlo porque le parecía un tanto incómodo y difícil de explicar, ya que se conocían desde que eran niños. Y también sabía Vera que Ruth era muy feliz viviendo ahí, haciéndole compañía a Ema y ayudando en todo lo que podía, como mantener el orden de la casa, pagar las cuentas y hacer el desayuno para todos, cuando sus horarios de clase se lo permitían. Lo que no sabía era qué hacían, ambos, a esas horas, ahí parados.

—Tenemos que entrar —dijo Vera.

—Me imaginé que dirías algo así.

—Qué bien, porque sabes que te toca.

Álix refunfuñó un poco y se pasó una mano por la cara.

—Si no estuvieras castigada, podrías hacer este tipo de cosas por ti misma.

—No tienes que recordármelo cada vez que te pido algo, narigón. Además, ¿para qué te querría conmigo, querido amigo, si no estuviera castigada? —le objetó, guiñándole un ojo.

Álix resopló, como diciendo “qué remedio”. Miró hacia los lados, asegurándose de que la calle estuviera completamente libre de miradas curiosas. Vera sólo se recargó en la reja, cruzada de brazos.

Entonces, aquel hombre balanceó un poco la cabeza, movió los hombros y, apretando los ojos, dio un salto en el aire.

En un segundo ya no estaba ahí su delgada cara, sus azules ojos, su alargada complexión, su traje impecable, sus zapatos bostonianos…, sino su verdadero cuerpo, cubierto de plumas negras, su afilado pico, sus extendidas alas que brillaban a la luz del poste más cercano. Aleteó un par de veces tratando de no hacer demasiado ruido y se posó en la orilla de la reja. Vera lo miró, complacida, mientras sacaba una paleta de caramelo del bolsillo de su suéter, último resto del botín de la fiesta.

Álix no se había mostrado muy renuente a la petición de su amiga porque su primera opción era esa chimenea que, con suerte, conduciría a alguna parte de la planta baja. No sería la primera vez que un cuervo se dejara caer a plomo sobre el tiro de una chimenea, pensó, pero quizá sí la primera vez que uno lo haría en la Ciudad de México, donde no es común ver cuervos… ni tampoco chimeneas, ya que estamos en eso.

El ave dejó atrás la reja y, después de trazar un par de círculos en el aire, se introdujo por las estrechas ventanitas ennegrecidas de la chimenea. Vera sólo se empeñó en terminar su golosina.

Al cabo de unos cinco minutos de espera, en los que Vera tuvo que esconderse un par de veces para evitar preguntas de dos transeúntes, la puerta principal se abrió con sigilo. Y Álix apareció detrás, enfundado de nueva cuenta en su impecable traje. Era parte del trato: así pasara a través de un conducto apretado y lleno de hollín, una furiosa cascada o una tormenta del desierto, el traje gris Oxford había de mantenerse siempre limpio y sin arrugas.

Caminó por el senderito hacia la reja y, gracias a un manojo de llaves que portaba en la mano, pudo abrirle la puerta a Vera.

—Eres el mejor, narigón. ¿Te costó trabajo?

—Un poco. Al menos no tienen perro.

Se colaron al jardín y luego, de puntitas, al interior de la casa. Álix dio por terminada su misión, así que fue a la cocina a ver qué podía llevarse a la boca.

Vera no quiso perder más tiempo. Sabía que la casa tenía cinco habitaciones en el piso superior y que cada uno de los que ahí vivían ocupaba una distinta. Subió por las amplias escaleras en semicírculo, contemplando los hermosos cuadros que adornaban la pared, todos paisajes mexicanos. No eran detalles que permanecieran en la memoria de Ruth, así que constituían novedades para ella. Como el color del tapiz. O la belleza del decorado.

Vera ya sabía que Ruth era una gran cocinera, que amaba las vacaciones en la playa y las películas de miedo. Y que aquel que ocupaba buena parte de su mente y corazón roncaba en la habitación del fondo y lucía bigote. No obstante, Vera había acudido a darse una segunda oportunidad en el cuarto que se encontraba justo subiendo la escalera, el de la chica de veinticinco años. Abrió con sigilo la puerta, que afortunadamente no tenía cerrojo, y se coló al interior. Ruth dormía a pierna suelta en una cama individual.

Era cuestión de unos cinco o diez segundos. Sólo eso.

Se aproximó a ella sin hacer ruido. La chica del cabello ensortijado dormía bocabajo con los gruesos edredones cubriéndola del frío. En el cuarto había un armario, una televisión pequeña sobre un buró y un librero. Era todo. Pero conformaba el mundo perfecto de esa muchacha feliz. Esa muchacha feliz que, a diferencia del resto de la humanidad, sí tenía un futuro de varios años y no sólo de unos cuantos días.

Vera la tocó en un hombro sutilmente. El corazón le golpeaba el pecho con furia.

Y luego…, nada.

Absolutamente nada.

El negro abismo del 31 de diciembre se mantenía ahí, como siempre.

“Pero… ¿por qué?”, se preguntó Vera.

Estaba segura de no haberlo imaginado. ¿Qué había pasado exactamente?

Retiró la mano. La volvió a posar con cuidado. Ruth no se percató de nada y por eso Vera dejó su mano por más tiempo.

Pudo verla en esa misma casa, junto con la señora Ema, la mamá de Arturo, preparándose para la llegada del año 2000. Ambas reían de algo, horneaban una buena pieza de carne en la cocina. Y luego…, la oscuridad. El fin definitivo. El término de la vida. Lo último que estaba en los ojos de Ruth era la sonrisa de la señora Ema. Y una pequeña congoja porque Arturo no estaba ahí con ellas. Le hubiera gustado mucho esperar a su lado el Año Nuevo y abrazarlo y desearle lo mejor de lo mejor y luego… ¿quién sabe? Pero nada de eso. Después de abrir el refrigerador para sacar las manzanas con las que pretendía hacer una ensalada…, la nada, el vacío, el maldito fin del mundo.

Como en todos y cada uno de los seres humanos a los que Vera había tocado a partir del verano de 1983.

Pero entonces… ¿Por qué…?

Se llenó de tristeza y abandonó la habitación de Ruth con sigilo.

¿Dónde había estado el error?

Sólo por no dejar, entró al cuarto de la señora Ema.

El futuro de la anciana se...

Erscheint lt. Verlag 15.11.2024
Verlagsort México
Sprache spanisch
Themenwelt Kinder- / Jugendbuch Spielen / Lernen Abenteuer / Spielgeschichten
Schlagworte antonio malpica • Ediciones SM • literatura infantil y juvenil • Malpica • MF • nojela juvenil sm • SM • TOÑO • toño malpica
ISBN-10 607-24-5177-2 / 6072451772
ISBN-13 978-607-24-5177-3 / 9786072451773
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